Ayer, el alma decidió irse de paseo. No fue lejos, pero sí profundo. A bordo de un pequeño viaje hacia Las Trincheras, el corazón se encontró compartiendo el calor no solo del agua termal, sino del tiempo bien vivido junto a once desconocidos que pronto se convirtieron en reflejos de mí misma.
Las aguas,
tibias y sabias, se deslizaban entre los cuerpos como si recordaran cada célula
cansada, cada silencio no dicho, cada palabra aún por nacer. Sumergida hasta el
cuello, dejaba que la memoria líquida de la tierra me envolviera. El vapor
ascendía como plegaria, como canto antiguo que el cuerpo comprendía sin
necesidad de traducción.
Rodeada de
risas que no conocía la noche anterior, me sorprendí riendo con ellas como si
el tiempo hubiese jugado a esconderse entre las rocas minerales.
Había traído consigo solo a tres rostros conocidos, pero el alma regresó con once historias tatuadas bajo la piel.
Una mujer de
acento sereno compartió el jugo. Otra, con voz de montaña, sirvió un trozo de
queso que sabía a infancia. Las manos se extendieron como puentes, las palabras
como manantiales: algunos contaban de hijos, otros de dolores ya livianos,
otros simplemente hablaban del cielo, que ese día parecía más azul por cortesía
de la tierra.
El agua caliente parecía escucharlo todo, susurrar secretos en cada burbuja que ascendía a la superficie. Cerré los ojos un instante y sentí que flotaba en un útero mayor, uno que no daba a luz cuerpos, sino conciencia: la del gozo sencillo, la del compartir sin máscara.
A la vuelta, el
camino parecía más corto. El silencio, la música y las risas en el transporte
no eran incomodidad, sino digestión de lo vivido. Una canción sonaba de fondo,
y cada nota era un eco del agua, del pan, de la mirada nueva que uno puede
encontrar incluso en quien ayer era un extraño.
Así fue.
A veces no se viaja para llegar, sino para recordar que aún sabemos sumergirnos… en el otro, en el calor de la vida, en la certeza de que compartir es un acto sagrado.